No se nace mujer y periodista y, en Guatemala, se sobrevive en ese intento
En Guatemala, informar puede costar caro. Hacer periodismo siendo mujer, indígena o una persona de género y/o sexualidad diversa, es ejercer en desigualdad. No son solo amenazas: son mensajes no solicitados, burlas públicas, campañas de odio.
Lo que causa estas violencias no es el género como identidad en sí, sino la carga simbólica que se le impone y el sistema de jerarquías que representa.
Este texto no busca heroínas, pero reúne algunas voces de quienes siguen informando cuando se espera que callen y da cuenta de aquellas violencias específicas que han tenido que sortear.
Por Jhonny Anona
Plaza Pública recogió en dos bases de datos lo que muchas veces queda suelto en el aire y documentó que entre 2015 y 2024, al menos 290 denuncias fueron presentadas por 327 mujeres periodistas ante la Fiscalía de Delitos contra Periodistas del Ministerio Público (MP).
Las acusaciones más frecuentes fueron amenazas, coacción, lesiones, robo/hurto y violencia contra la mujer.
De esas denuncias, 184 se presentaron en el departamento de Guatemala, un lugar con más medios y mayor visibilidad , concentración poblacional y acceso a canales de denuncia. Pero detrás vienen otros lugares más lejos de la capital, como Alta Verapaz con 18 casos y Totonicapán con 15. Lugares donde ser periodista, mujer e indígena es triple blanco. Donde la violencia existe igual, pero se ve menos.
En el país, las violencias que enfrentan periodistas mujeres y de otras identidades no se parecen del todo a las que viven sus colegas hombres. Las cifras verdaderas se escurren porque muchas callan. Por miedo. Por desconfianza. Porque saben —o creen saber— que nadie escuchará.
Hay otras que tienen forma de castigo, de corrección. Llevan la marca del género, de una discriminación vieja y estructural.
A veces se ensañan con el cuerpo, la sexualidad, la intimidad. Otras veces son campañas de desprestigio, con el acoso constante en línea, con imágenes sexuales no solicitadas o con amenazas de violación enviadas como si nada. La violencia digital es, hoy, otra forma de hacerlas callar.
Los 15 delitos que afectaron a más mujeres periodistas.
Algunos delitos fueron agrupados, "Lesiones" incluye lesiones graves, leves y culposas. Robo y hurto incluye delitos agravados y robo de terminales móviles.
La Red Rompe el Miedo señala que, en distintas regiones del país, son las mujeres indígenas y periodistas comunitarias quienes sostienen la línea. Las que registran desalojos, conflictos por la tierra y resistencias que se alzan contra empresas mineras. Lo hacen desde medios comunitarios o digitales, desde donde se puede. En territorios remotos, hostiles, donde informar es caminar entre el peligro y el olvido.
“Si eres mujer indígena, el racismo pega más fuerte”
En Totonicapán, hacer periodismo siendo mujer e indígena no es solo difícil: es peligroso. No hacen falta amenazas directas. El silencio se impone suave como una soga: con presiones, con ofertas, con advertencias.
Concepción Ajanel, periodista comunitaria maya k’iche’, sabe lo que es caminar esa cuerda floja.“Compran a la persona que hace la noticia o la hacen silenciar”, dice.
Desde hace años dirige una radio comunitaria. Aprendieron con el tiempo que hay temas que no se tocan. “Aquí no podemos hablar ampliamente de un tema muy delicado. Es muy difícil hacer periodismo en Totonicapán”, explica.
A esto se suman otras violencias que no dan titulares pero cansan más. El machismo que deambula por todos lados, el racismo que se filtra en cualquier ámbito, la exclusión dentro del propio gremio.
“Sufrimos discriminación, acoso, exclusión”, enumera. “Hay mucho machismo en el municipio. En las coberturas, en las calles, incluso dentro del gremio”.
Los micrófonos tienen nombre de hombre. Las mujeres, y sobre todo las mujeres indígenas, son la excepción. Y no siempre son bienvenidas.
También Amanda Chiquitó lo vivió. Tenía 14 años cuando se sentó por primera vez frente al micrófono. Decía la hora, anunciaba canciones, mandaba saludos. En Sumpango, donde empezó, no había mujeres en la radio. Menos aún, mujeres indígenas.
Con el tiempo, dejó de presentar música. Empezó a contar historias. Se formó, produjo, reportó. “Entendí que comunicar también podía ser un acto político”, dice.
Durante años trabajó sin salario. Turnos diarios, responsabilidades completas. Al principio no había paga. Después, 200 quetzales al mes. Luego 300. Lo que más recibió fueron 400 quetzales, lo justo para el pan y las tortillas.
Lo demás lo cubría bordando y trabajando en organizaciones.
“Todo lo que implicaba la producción, el reporteo, la gestión... no se compensaba con lo que recibíamos”, dice.
17 años como voluntaria. Pero más que la precariedad, le dolió el desprecio.
“Nos decían piratas. Como si lo que hacíamos en las radios comunitarias no valiera”, dice y añade: “el racismo venía incluso de otras periodistas. Si eres mujer indígena, el racismo pega más fuerte”.
A veces temía que el MP allanara la radio. Otras veces, la violencia era más sorda: la mirada que niega, el comentario que excluye, el machismo que no se nombra.
Pero Amanda siguió.
Hoy trabaja en un medio que le paga dignamente y donde investiga, escribe y produce podcasts. Pero no olvida todo lo que costó ni lo que sigue costando.
Las historias de Concepción y Amanda revelan lo que muchas viven. Y si en sus comunidades el periodismo se hace con miedo, en los entornos digitales se hace con el doble. La impunidad, la violencia y la crueldad se combinan para hacerles más difícil su trabajo.
¿Has identificado prácticas machistas o sexistas normalizadas en redacciones o coberturas en terreno?
Según encuesta realizada por Plaza Pública. Los datos no son representativos del universo de periodistas.
Agredir desde el teclado, callar desde el poder
En Guatemala, el espacio digital se ha convertido en otro campo de batalla. Un frente más en el que periodistas, sobre todo mujeres, enfrentan una violencia que no se palpa, pero se ve y se siente.
En la investigación de Plaza Pública, el 62.5% del total de agresiones registradas contra mujeres, ocurrieron por vía digital
Michelle Mendoza lo sabe bien: al menos 28 veces fue agredida por hacer su trabajo. 24 de ellas desde una pantalla. Estas cifras la ubican como una de las periodistas más hostigadas en redes sociales.
Nada de esto fue al azar. Michelle es periodista independiente. Documentó casos de corrupción, migración, impunidad. Por hacerlo, la convirtieron en blanco. Vinieron los insultos misóginos, las amenazas, los perfiles falsos, ataques coordinados. Todo apuntando a su condición de mujer.
Antes de que se viera forzada al exilio, podía moverse con más facilidad. “Siempre sentía un poco de amenaza respecto a ser periodista mujer en Guatemala, por el sexismo y el machismo. Sin embargo, no sentía miedo de represalias”, cuenta.
Asistía a conferencias, iba a las instituciones, preguntaba de frente a los funcionarios. Pero con la llegada de Jimmy Morales a la presidencia, todo cambió. Primero, no volvió a entrar a Casa Presidencial. Después vinieron los llamados netcenters, los perfiles anónimos en redes sociales, la primera amenaza de violación. Luego el acoso se hizo presencia.
“Dejé de salir a la calle”, dice.
Sus reportes sobre migración y manifestaciones contra el gobierno tenían efecto inmediato. La seguían. Enviaban coronas fúnebres a casa de su familia, le enviaban mensajes sexuales explícitos. Michelle cuenta que quienes la acosaban presionaron a la empresa donde trabajaba para que ya no le diera seguridad. Incluso crearon un sitio web para atacarla.
La única salida fue irse.
“El exilio es una forma de morir, porque te quitan todo”, dice. Porque se deja todo: el país, las hijas, la comida. “Trataron de quitarme mi voz, pero no pudieron, por eso estoy aquí”.
Hoy, con asilo político en Estados Unidos, Michelle reparte su tiempo entre hacer periodismo freelance y cocinar. Como tantos otros periodistas exiliados que, sin recursos ni certezas, se reinventan.
“Cada quien está sobreviviendo. Tenemos que buscar otros oficios”, dice.
Y deja claro: “No es lo mismo ser periodista que ser periodista mujer, porque van a utilizar tu género para tratar de amedrentarte”.
Informar, y ser mujer al hacerlo se ha vuelto más caro. Silvia Trujillo, en su informe Violencia contra las mujeres periodistas, lo resume así: “quienes agreden, persiguen el silenciamiento, la cancelación del derecho a la libertad de expresión y la censura”.
Evelyn Blanck, periodista con más de 40 años de oficio y coordinadora de Centro Cívitas reconoce que: “la violencia contra las y los periodistas en Guatemala es histórica. Y este ha sido un país de gobiernos autoritarios, entonces la prensa siempre ha sido reprimida”.
Esa represión, sin embargo, no se vive igual para todos. La investigación de Plaza Pública se complementó con una encuesta digital. 32 mujeres periodistas respondieron y 17 de ellas afirmaron haber enfrentado mayores problemas por razones de género.
“No he podido cubrir ciertos temas por miedo a sufrir violencia”, respondió una de ellas. Otra señaló que algunos funcionarios “creen que por ser mujer no somos inteligentes y somos fáciles de manipular o sobornar”. Para muchas otras, el machismo es la amenaza presente en cada entrevista, en cada entorno, pero aún así continúan.
Blanck insiste en que la violencia contra las periodistas es distinta. “Viene de todos lados. Ese es un problema enorme, pero bastante invisibilizado porque no se denuncia. A ellas se les hace sentir culpa y vergüenza”.
Periodismo en riesgo: así se manifiestan las agresiones
Los delitos contra el honor, como la calumnia y la difamación, encabezan los ataques más frecuentes contra periodistas, seguidos por la violencia física y las amenazas. Esta clasificación se basa en un monitoreo propio que incluye también casos anteriores a 2015.
La violencia digital ocupa el quinto lugar entre las agresiones contra periodistas en los últimos diez años. Pero cuando las víctimas son mujeres, esta forma de ataque adquiere un matiz más cruel: se dirige a su cuerpo, su vida íntima y su identidad de género, con una saña profundamente misógina.
No encajamos en su molde: el periodismo como oficio y como trinchera
Ser periodista en Guatemala no es igual para todas las personas. En un oficio moldeado por hombres mestizos, cisgénero y urbanos. Quienes se salen del molde por ser indígenas, por vivir otras identidades, por venir de territorios históricamente marginados, enfrentan otra historia: exclusiones sutiles y violencias abiertas.
Pilar Salazar y Santiago Xitumul López no solo hacen periodismo, lo disputan. Rompen con lógicas que marginan, resisten relatos impuestos y narran desde cuerpos que siempre estuvieron, aunque nunca encajaron en el guion oficial.
Pilar empezó en 2018, como corresponsal freelance de la Agencia Presentes. Cubría derechos humanos de la diversidad sexual, de mujeres y pueblos originarios. Con el tiempo, se asumió públicamente como mujer trans periodista.
Decir que la experiencia de Pilar ha sido compleja, es poco. Al investigar se topa con un muro pues no hay leyes, no hay datos, no hay protección. El vacío institucional se nota y las redes con sociedad civil llegan a ser clave.
Por otro lado, el gremio muchas veces no es refugio “Sí, efectivamente hay una sensación de exposición y de violencia. No solo al buscar fuentes, también con colegas que no tienen ninguna sensibilidad”, dice Pilar.
Ella lo vivió en carne propia: “Fui a Xela hace dos años a dar una capacitación para periodistas. Había 13 y empezaron a irse. Me quedé con cuatro mujeres”.
Esa exclusión también opera en las redacciones. “Hay compañeras que me dicen: ‘yo propuse esta nota sobre diversidades, pero no me la aceptaron’”, cuenta Pilar, quien también ha visto cómo los medios insisten en estigmatizar.
Sobre eso recuerda un titular que decía En dónde van a meter preso al travesti que encontraron robando, y se pregunta: “¿qué análisis o filtro tuvo más que el deseo del clickbait?”.
Santiago Xitumul López, periodista e investigador maya rab’inaleb’, conoce ese filo. “El cuerpo del periodista no es neutral”, señala. “Nos atraviesan no solo cuestiones de género, obviamente, sino también de clase, de etnia y del espacio en donde nos desenvolvemos”.
En redacciones donde todo pasa por filtros, sus propuestas eran rechazadas, “Cuando yo proponía temas de género en discursos de candidatos, siempre era: ‘¿Y eso qué? ¿Quién lo va a leer? ’”.
“Hasta hoy nunca había nombrado eso como censura”, reconoce. Porque hay violencias que se normalizan tanto que cuesta identificarlas.
Santiago también cuestiona las narrativas que encasillan a pueblos indígenas, mujeres y disidencias únicamente como víctimas. “¿Hasta qué punto el que se nos enmarque como eternas víctimas nos limita también nuestra agencia?”, se pregunta. Defiende formas de contar que reconozcan el dolor pero también la resistencia, la creación colectiva.
“Las y los periodistas somos trabajadores”, afirma, y deja una provocación abierta al gremio: “¿Cuáles son nuestras demandas específicas? ¿Cuáles son las que de verdad necesitamos?”.
Pilar responde desde otro flanco: la necesidad de formación, conciencia, alianzas. “Que los mismos jefes de las salas de redacción tengan la iniciativa de empezar a hablar de estos temas”. No se trata de hacer propaganda, dice, sino de narrar desde el respeto: “porque no puede ser que solo salgamos en las noticias cuando nos morimos”.
Contra el guión que las quiere calladas y en casa
El caso de Norma Sancir, marcó un antes y un después. La detuvieron en 2014 mientras cubría una manifestación. Diez años después, en 2024, sus cuatro agresores fueron condenados a tres años y nueve meses de prisión.
Durante el juicio, la defensa intentó desacreditarla. En su lógica, una periodista debía hablar de casa y cocina. No cubrir desalojos ni estar en la calle.
Jovita Tzul, su abogada, tuvo que explicarlo todo desde cero: qué es periodismo comunitario, qué rol cumplen las mujeres en ese oficio, por qué contar desde un territorio fuera de la capital también es ejercer el derecho a informar.
La sentencia, aunque tardía, abrió una grieta. “Reconoce el derecho de los periodistas en general, de la ciudadanía a ser informada, la condición de las mujeres como periodistas. Pero un poco más allá, de las mujeres indígenas en el ejercicio del periodismo”, apunta Tzul.
Pero no alcanza. No existe en Guatemala una política pública de protección para periodistas. Y sin esa garantía todo puede volver a pasar.
Desde 2022, el número de denuncias presentadas por periodistas en el MP cayó. No porque haya menos violencia. Porque hay menos fe.
Según datos del MP, cuatro de cada diez denuncias presentadas por periodistas en la última década fueron desestimadas. Solo 2% terminó en una sentencia. El resto se perdió en el papeleo. En el desinterés. En la costumbre de no hacer nada.
Archivados, desestimados, ignorados: el camino de los casos en el MP
Aunque los periodistas denuncian agresiones, intimidaciones y otras formas de violencia, el Ministerio Público opta mayoritariamente por desestimar o archivar los casos. Esta infografía muestra el destino de esas denuncias.
Datos del Ministerio Público
“Las y los periodistas no confían en el sistema de justicia y han dejado de acudir a la Fiscalía”, señala el informe de Trujillo. “Para el caso particular de las mujeres periodistas, a la impunidad se suma la desconfianza, por una atención que se sigue brindando sin erradicar el androcentrismo y la misoginia que reproducen”.
El 3 de mayo pasado, el presidente Bernardo Arévalo anunció la creación de una política de protección a defensores y periodistas. Evelyn Blanck, lo ve como un primer paso hacia la implementación del Programa de Protección a Periodistas, que desde 2012 está detenido.
“No contamos con la voluntad política ni del Organismo Judicial, ni del Congreso de la República, ni del MP. Entes que deben integrar y participar en cualquier mecanismo de protección”, señala.
En Guatemala, ser periodista y ser mujer, indígena o persona con un género o una sexualidad diversa no es solo contar la verdad, sino sobrevivir a ella. Informar ocurre en un entorno marcado por la impunidad, abandono institucional y agresiones constantes.
Cada testimonio recogido en este texto revela que la violencia no es un hecho aislado, sino un mecanismo estructural que busca disciplinar cuerpos y voces que no se ajustan.
Sin embargo, frente al intento de silenciarlas, ellas persisten. Y sobrevivir se convierte en parte del oficio.
