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Ser periodista en Guatemala y vivir para contarla

Dicen que el periodismo exige pasión. Pero en Guatemala también se trata de sobrevivir a la precariedad laboral, resistir a la violencia y afrontar persecución judicial como castigo por informar. Fuera de la capital hay una carga adicional: la escasa visibilidad.

Informar con rigor y hacerse escuchar es la doble batalla que se libra desde los márgenes.

Por Jhonny Anona

Hablar de periodismo en Guatemala es hablar de una práctica que se ejerce en campo minado. La violencia no distingue, pero sí golpea con más saña a quienes desafían las estructuras de poder: quienes reportan fuera de la capital, quienes incomodan con sus denuncias, quienes además enfrentan mandatos de género. No hay chaleco antibalas que proteja contra eso.

Cuando informar se cruza con la precariedad, la criminalización y la desigualdad, lo que se produce no es sólo agotamiento: es una tensión sorda que se instala en el cuerpo y en la cabeza, que convierte el trabajo en un riesgo y el riesgo en una rutina. No es solo que falte el sueldo a fin de mes, falta el suelo.

Y lo que está en juego no solo es el bienestar de quienes reportan: es también la posibilidad de que otros, muchas veces más vulnerables, tengan acceso a información que no encontrarán en ningún otro lado.

2015, el año en que el país quiso cambiar

Aquel año las plazas se llenaron. Carteles, consignas, celulares apuntando al escenario donde por fin parecía que era posible exigir cuentas al poder.

En medio de la indignación ciudadana, periodistas documentaron las manifestaciones que exigían la renuncia del presidente Otto Pérez Molina tras revelarse la red de corrupción aduanera conocida como “La Línea” gracias a la alianza entre el Ministerio Público (MP), la Feci y la extinta Cicig.

Aquel año dejó claro que el periodismo es vital para sostener la democracia, pero también mostró el alto costo que pagan quienes lo ejercen.

Cuando en 2018 Consuelo Porras asumió la jefatura del Ministerio Público y un año después Jimmy Morales se negó a renovar el mandato de la Cicig, comenzó la otra historia, la de los retrocesos. Las investigaciones de alto impacto contra la corrupción se vinieron abajo y la persecución contra operadores de justicia, activistas y periodistas se recrudeció.

El retroceso institucional marcó una línea. La precariedad, las agresiones y un castigo más directo, la criminalización, vinieron juntos. Como si contar lo que ocurriera tuviera un precio y ese precio se cobrara todos los días.

Precariedad: la otra rutina del periodista

Mario Monterroso se crió entre cables y micrófonos, escuchando la voz de su padre en la radio local. Más de dos décadas después sigue reportando desde Suchitepéquez, aunque su cobertura abarca buena parte de la costa sur. Para vivir, además del periodismo, vende. Comercia lo que puede. Informa lo que debe.

Mirna Alvarado trabaja desde Quetzaltenango. Es freelance para un medio de la capital. En paralelo vende helados artesanales. Porque sí, contar lo que pasa importa, pero también hay que sobrevivir.

Ni Mario ni Mirna son la excepción. Son la regla. En Guatemala muchos periodistas no viven del periodismo: apenas sobreviven con él. Lo alternan con trabajos en call centers, ventas, docencia, manejo de redes, reparación de computadoras, fontanería, animación de eventos o trabajo doméstico, según relataron 79 periodistas a Plaza Pública a través de una encuesta. La vocación informa, pero no siempre da de comer.

Mario recuerda un contrato para una radio de la capital. Le exigieron cubrir todo el suroccidente del país, prohibiéndole publicar en su propia plataforma digital. También le pidieron que vendiera publicidad facturándola él mismo: la misma publicidad con la que financiaba su propio medio. Renunció.

Mientras que en la capital algunos tienen contratos o algún respaldo formal, fuera de ella, casi nadie goza de una relación laboral reconocida. Muchos trabajan para medios nacionales mientras sostienen sus propios proyectos informativos, con publicidad local, buscando generar ingresos que, a veces, alcanzan para invitar a otros a sumarse. Es la fotografía más común: 65% de periodistas encuestados por Plaza Pública no tienen prestaciones laborales.

Hacer periodismo en estas condiciones es, con frecuencia, un acto de fe. Los pagos llegan tarde o no llegan. Los viajes se pagan del propio bolsillo y si algo sale mal, no hay red que contenga. “Hay colegas que se han caído de la moto cuando van a cubrir algún evento. Carecemos de seguro de vida o médico”, señala Mario.

La periodista y defensora de derechos humanos, Marielos Monzón señala que la precariedad del periodismo en Guatemala no es casual, sino parte de un modelo que busca debilitar su papel fiscalizador: “Una de las vías más concretas es la asfixia económica a los medios de comunicación”, afirma.

Para el 62% de periodistas consultados por Plaza Pública, la idea de dejar el oficio por razones económicas no es una amenaza lejana: es una posibilidad real.

En estas condiciones, el cuerpo empieza a pasar factura, no de golpe sino en forma de insomnio, ansiedad, malestar persistente y estrés que no afloja. Se acumula el cansancio, se desgastan los vínculos, se descuida la salud. Y se suma el peso emocional de cubrir temas como violencia o corrupción.

“Es difícil tener que buscar varios trabajos que permitan un horario flexible para también ejercer el periodismo”, dijo una reportera que prefirió no compartir su nombre. Otra resume: “se sacrifican relaciones y tiempo con la familia”. Un tercero recuerda que, por trabajar como periodista y manejar Uber sin poder dormir, terminó sufriendo accidentes.

Según la fundación The Self-Investigation, el 60% de quienes trabajan en medios presenta niveles elevados de ansiedad y uno de cada cinco muestra síntomas de depresión. Además, el estrés postraumático y el llamado síndrome del trabajador quemado van en aumento.

La psicóloga y terapeuta Júlia Torrents, con experiencia en atención a periodistas y otros grupos, dice que los efectos de esta situación se manifiestan en el día a día. “Al estar constantemente pensando que me voy a quedar sin trabajo, que no voy a tener lo que necesito para sobrevivir, mi cuerpo va a registrar que hay peligro y permanecerá activado”, asegura.

La ansiedad es el síntoma más común, seguida por problemas digestivos, falta de aire y presión en el pecho. Pero no se queda en el cuerpo: también se cuela en la conducta. Pasar horas frente al teléfono o beber en exceso, dice, son parte del mismo mal.

Informar no solo agota: enferma. Y la precariedad no se queda en lo personal. También erosiona al periodismo: lo vuelve inviable, frágil, incapaz de sostener su tarea más esencial.

“Hay profesiones que requieren esfuerzo, vocación y motivación”, dice Torrents. Pero advierte que el sacrificio extremo no debería ser parte del oficio. Lidiar con estrés constante, sin cuidados ni apoyo, agrava todo. Por eso insiste en construir redes de apoyo sanas y seguras.

Porque el desgaste no se limita al cuerpo. También pesa el entorno. También castiga. A veces, contar lo que pasa puede llevarte a un tribunal.

El castigo por contar lo que no conviene

Carlos Choc comenzó a cubrir temas culturales y deportivos en El Estor, Izabal. Cuando la crisis ambiental se agravó, empezó a registrar lo que pasaba.

En 2017, registró con su cámara la represión violenta contra pescadores que protestaban contra la minera CGN Pronico. Desde entonces su vida cambió: procesos penales, vigilancia, detenciones, firmas periódicas en juzgados.

“Te vuelves vulnerable, te vuelves enemigo”, dice. “Nunca te imaginas hasta dónde te puede llevar el periodismo”.

En 2021, el MP emitió una nueva orden de captura en su contra, esta vez por documentar el estado de sitio impuesto por el gobierno en El Estor. Lo acusaron de “instigación a delinquir”.

Aunque los procesos penales se cerraron por falta de pruebas, el daño estaba hecho. “Queda una descomposición familiar y comunitaria”, señala Choc.

Su historia no es la única.

También la periodista Anastasia Mejía Tiriquiz fue criminalizada. En 2020 cubría una protesta en Joyabaj cuando fue detenida. Pasó 36 días en la cárcel, acusada por el MP de sedición, atentado con agravaciones específicas, incendio y robo agravado. Luego obtuvo arresto domiciliario, y finalmente el caso se cerró por falta de pruebas.

Pero las secuelas persisten. Por ser mujer y por ser maya k’iche’, dice, enfrentó además racismo y violencia de género.

“Yo profundizaba, todo preguntaba, a todo me oponía”, cuenta. Cree que su perfil como periodista y exconcejala de Joyabaj la puso en la mira del poder local. En particular del alcalde Florencio Carrascoza quien, según relata, arremetió contra ella en múltiples ocasiones. Su detención ocurrió mientras cubría una protesta que terminó con la municipalidad en llamas. Asegura que aquello fue la excusa para silenciarla y que los delitos que le fabricaron fueron una represalia.

Desde entonces, ha mantenido un perfil bajo. “No es que no vaya a seguir, pero estoy esperando a que bajen un poco las cosas. Sigo estando bajo la lupa”.

Los casos de Choc y Mejía no son aislados. Son parte de una estrategia silenciosa. No se trata solo de censura, es una forma de desgaste prolongado y de castigo selectivo. Más brutal en los territorios donde el Estado apenas existe, más implacable cuando se trata de periodistas indígenas.

“Lejos de aminorar la persecución, el hostigamiento en contra de periodistas y medios de comunicación se ha acrecentado”, afirma Marielos Monzón, quien también es fundadora del colectivo No Nos Callarán.

Como defensa, algunos periodistas optan por el exilio. Plaza Pública recogió los datos de 11 que actualmente están exiliados, pero no son todos. No Nos Callarán reporta que son más de 20, pero que varios han optado por no hacer pública su situación y prefieren tener un bajo perfil.

Uno de cada cuatro periodistas criminalizados ha sufrido alguna privación de su libertad.

La mayoría de periodistas que han sido criminalizados no ha sufrido privaciones a su libertad. No obstante, uno de cada cuatro sufrió algún tipo de privación de libertad, como detención policial temporal, prisión temporal o prisión preventiva.

Si un periodista sufrió más de un tipo de privación de libertad, será contado más de una vez

Una bala o un expediente

Entre 2015 y 2024, el Ministerio Público a través de la Fiscalía de Delitos Contra Periodistas recibió 1,404 denuncias presentadas por 1,584 personas agraviadas. En ese período, según la base de datos de Plaza Pública, 25 periodistas fueron asesinados. Solo un caso ha sido resuelto.

Ocho de estos asesinatos ocurrieron en 2016, todos en departamentos fuera de la capital:* Quetzaltenango, Jutiapa, Escuintla, Quiché, Chiquimula, Jalapa y Alta Verapaz. Algunos trabajaban en sus propios medios. Otros, como corresponsales. Uno solo tuvo justicia: Felipe Munguía Jiménez. Su asesino, Raúl Jiménez Cruz, fue condenado a 23 años de prisión.

Suchitepéquez, donde trabaja Mario Monterroso, es el segundo departamento con más agresiones después de Guatemala: seis asesinatos y 116 ataques contra periodistas en la última década.

En 2023 Monterroso denunció amenazas de muerte y extorsión. “Reporté a la Dipanda para que le dieran seguimiento”, cuenta, pero hasta hoy su caso no muestra avances. Tampoco obtuvo respuesta de la Asociación de Periodistas de Guatemala (APG), de la que es miembro. Fueron colegas de la capital quienes activaron las alertas e hicieron públicas las amenazas en su contra. En su departamento no hay organización gremial.

A veces la amenaza no se dice en voz alta. A veces es una llamada. Un diputado molesto que pide tu despido, como en el caso de Mario, o una empresa a quien no le conviene que se publique una investigación.

Contar historias en otros departamentos es una apuesta de mucho riesgo, sobre todo cuando se habla de funcionarios locales. “ Sus ojos están puestos en uno. Es un blanco fácil por la cercanía, porque lo conocen a uno. Son del perímetro donde uno vive y hasta llegan a conocer a la familia”, señala Mirna.

Ejercer el periodismo frente a quienes no toleran ser observados incrementa el riesgo. Monzón relata episodios de vigilancia e intimidación: “han llegado a su casa a tocar la puerta hombres armados con gorros pasamontañas y amenazarlos a ellos y a sus hijos”.

A eso se suman las agresiones constantes en redes sociales, donde resulta casi imposible identificar a los responsables. “Hay muchos intereses en juego. Ya no sabes exactamente de dónde puede venir el ataque”, añade Mirna.

Justicia instrumental: el expediente como arma

La Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos (Udefegua) ha señalado públicamente el clima hostil en el que ejercen periodistas, operadores de justicia y defensores de derechos humanos en Guatemala.

Plaza Pública sistematizó dos bases de datos que registran casos de agresiones y criminalización contra periodistas y comunicadores en Guatemala entre 2015 y 2024. Ahí se documentan desde acoso laboral y sexual hasta amenazas, seguimientos y robo de equipo.

La Fiscalía de Delitos contra Periodistas fue creada en 2019, aunque desde 2011 ya existía una unidad especial encargada de registrar denuncias por ataques a periodistas.

Los registros muestran un aumento sostenido de la violencia contra la prensa, con un pico importante en 2021, durante el gobierno de Alejandro Giammattei. Aunque las cifras bajaron tras ese periodo, siguen por encima de las de años anteriores. Pese a los discursos de cambio del presidente Bernardo Arévalo, las agresiones continúan.

En ese contexto, la criminalización se ha consolidado como una estrategia de castigo. No busca sancionar delitos reales, sino desgastar, intimidar y silenciar con el uso instrumental de leyes y procesos judiciales.

Las denuncias por supuesta violencia psicológica, las citaciones preventivas, los procesos largos: todo suma al desgaste.

Cada paso implica perder tiempo entre juzgados, gastar en abogados y asumir que cualquier publicación puede convertirse en una acusación penal.

El caso de José Rubén Zamora lo ilustra: al momento de su detención el 29 de julio de 2022, ya acumulaba decenas de denuncias ante el MP. Solo durante el gobierno de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, fue denunciado 198 veces, según recordó en su juicio de 2023.

No siempre se necesita una bala para silenciar: basta con un expediente penal y un sistema judicial dispuesto a prestarse al juego.

El Periódico ha sido el medio más afectado, pero no el único.

¿En dónde trabajan los periodistas que han sido criminalizados? El Periódico ha sido el medio más afectado, seguido de Siglo XXI, Vox Populi y Prensa Comunitaria.

Y aun así, insisten

La palabra “pasión” se repite en las respuestas de quienes siguen informando pese a los riesgos, la precariedad y el desgaste.

El investigador británico Amin Ash lo llama “economía de la pasión”: ejercer sin garantías, con creatividad y con la firme convicción de que informar importa.

Hacer periodismo en Guatemala –y especialmente fuera de la capital– implica enfrentar bajos salarios, ausencia de contratos dignos, hostigamientos, amenazas, vigilancia, criminalización e incluso la posibilidad de perder la vida.

Sin embargo, en un país donde las medianas y grandes redacciones se concentran en la capital y las coberturas departamentales se reducen, son los medios comunitarios y locales quienes mantienen vivo el derecho a la información.

“No me imagino haciendo otra cosa que me haga tan feliz”, dice una periodista que respondió a la encuesta. Para otra, es su contribución “para este país tan aporreado por la corrupción y la desigualdad”.

En Guatemala, ser periodista no es solo un trabajo. Es una forma de resistencia. Y según Monzón: “El periodismo de Guatemala está más vivo que nunca y buen periodismo, porque sino, no nos perseguirían”.